lunes, 15 de marzo de 2010

En busca de la felicidad.

El otro día pusieron una nueva tienda en mi barrio. No parecía nada especial, tenía un
pequeño escaparate medio vacío y un pequeño letrero que decía “Tienda de felicidad”. Nadie sabía lo que vendían, lo que regalaban, lo que ofrecían. Todos supusimos que el eslogan respondía más a querer vendernos algo a que fuera
realmente una tienda vendedora de felicidad.
En el escaparate, sólo unas cuantas cajas vacías, con una sonrisa escrita en su exterior, y su correspondiente precio. No eran precios muy altos, incluso las cajas más pequeñas tenían marcado un valor meramente simbólico, de unos pocos céntimos.
Pero nadie se atrevía a entrar. Ni siquiera la sensación de la novedad hacía que algún curioso se adentrara en aquella tienda. La “felicidad” parecía asustar a todo el mundo.
Algunos días después de ser inaugurada, la tienda recibió su primer cliente. Todo el barrio, expectante, se escondía tras cualquier farola o árbol suficientemente grande
como para no ser visto, y así poder saber qué era aquello que se vendía en aquella tienda tan intrigante. El cliente, un niño de unos ocho años, debió pedir mucha felicidad, porque, tras una pequeña charla con el encargado, se abrazaron, y el niño se
marchó enseguida con una sonrisa de oreja a oreja. Por cierto, no pagó ningún dinero
al encargado, lo que nos hizo sospechar a todos. Podía ser, simplemente, uno de los
hijos del encargado el que había ido a ver a su padre. Todo tenía más lógica.
Pasó otro día, y otro, y otro. Pocos eran los que se acercaban por aquella tienda, y
ninguno de ellos del barrio. ¿Se habría mudado la tienda desde otro barrio? Podríamos
preguntar dónde estaba antes esa tienda, y así sabríamos lo que vendía. Lo único
seguro es que, cuando entraba un cliente, salía plenamente satisfecho, seguro de sí
mismo.
Unos entraban hasta otra sala que no podía verse, otros simplemente le daban dos
besos al encargado al finalizar su animada conversación, y otros se fundían en un
abrazo con el dependiente. Era muy extraño. En esta época, donde nadie conoce a
nadie, y nadie se atreve, ni mucho menos, a abrazar a un extraño, aquel dependiente
parecía diferente, parecía feliz. Y encima, parecía que hacía felices a otros. ¡Qué
descaro!
Pasaron los meses, y aunque no se veía a nadie pagar en aquella tienda, la tienda
seguía abierta, y aparentemente en buen estado. Con el paso de los días y las
semanas, la tienda había sido decorada poco a poco, siempre con dibujos positivos,
con fotografías muy optimistas, con caras demasiado sonrientes. El número de
clientes no había aumentado mucho desde los difíciles comienzos, y a todos nos dio
por pensar muy mal sobre aquella tienda. Tenía que haber algo raro, algo que no
podíamos ver.
Y yo, que soy también muy desconfiado, no esperé a un linchamiento público por
parte de los vecinos para actuar, y entré en aquella tienda. Tan pronto se me acercó el
encargado, le espeté un “aquí hay algo raro”. Perplejo, preguntó humildemente qué
era aquello raro a lo que me refería. Y le expliqué mis razonamientos, y por extensión,
los de todo el barrio.
Una sonrisa cubrió el rostro del encargado. “Nada de eso, señor”, me decía mientras
seguía sonriendo, satisfecho de saber que había cumplido bien su trabajo, “aquí no
vendemos nada, sólo si quiere colaborar con nosotros le aceptamos una pequeña
donación para seguir viviendo”.
¿Una donación? ¡Nadie dona ya nada en este mundo! Yo no sabía si estaba más
sorprendido o indignado con aquel hombre. Me explicó que realmente era una tienda
de felicidad, donde aquel que se sintiera triste, preocupado, deprimido o
sencillamente necesitado de un abrazo, iba allí y hablaba con él. Nada más. Sin
contrapartidas, sin peligros... ¿sin peligros? Aquello acababa de derrumbar mi mundo,
y aquel hombre no veía peligro alguno en lo que estaba haciendo. Pero parecía
demasiado tarde para hacerle cambiar de opinión. O no, aún me quedaba una última
bala en la recámara.
Nos pusimos a charlar, a petición mía, y me preguntó por mis problemas. Estuvimos
hablando de cosas sin aparente importancia, cosas pequeñas de cada día, pero que
me estaban aliviando un peso que hacía tiempo que sentía en mi interior. No sabía lo
que era, pero poco a poco iba cogiendo confianza con aquella persona, y me iba
sintiendo mejor.
Pasamos al interior de la trastienda, donde nadie podía vernos. Y allí, en privado,
estuvimos charlando una hora, dos, tres. Las conversaciones iban y venían, saltando
como mariposas de flor en flor, unas veces hacia cosas importantes, otras hacia
tonterías que llevaba mucho tiempo guardadas.
Lo cierto es que, al salir de allí, me sentía como si hubiese vuelto a nacer, más seguro
de mí mismo, lleno de vida. Desde niño no sentía que tuviera una felicidad tan plena
como aquella.
Ya sabía lo que vendía aquel hombre. Lo que ciertamente regalaba. Desde aquel día,
no pasa una sola tarde que no pase por la tienda y charle con él un rato. Y no, no
tengo que pagarle por esos momentos de plenitud. No lo hago. Ahora me dedico a
hacer lo mismo que él, regalar felicidad al mundo y seguir viviendo feliz, ¿quieres un
poquito?

2 comentarios:

  1. hola a todos¡¡lo primero que quiero dejar claro esque esta entrada es gracias a la colaboración de Fernando,por lo tanto n la he escrito yo,pero me pareció claramnt ilustrativa de lo que este blog quiere conseguir,asique lo dicho y gracias fernando.muakaa

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  2. Como La Cigarra
    Mercedes Sosa


    Tantas veces me mataron,
    tantas veces me morí,
    sin embargo estoy aquí
    resucitando.

    Gracias doy a la desgracia
    y a la mano con puñal,
    porque me mató tan mal,
    y seguí cantando.

    Cantando al sol,
    como la cigarra,
    después de un año
    bajo la tierra,
    igual que sobreviviente
    que vuelve de la guerra.

    Tantas veces me borraron,
    tantas desaparecí,
    a mi propio entierro fui,
    solo y llorando.

    Hice un nudo del pañuelo,
    pero me olvidé después
    que no era la única vez
    y seguí cantando.

    Cantando al sol,
    como la cigarra,
    después de un año
    bajo la tierra,
    igual que sobreviviente
    que vuelve de la guerra.

    Tantas veces te mataron,
    tantas resucitarás
    cuántas noches pasarás
    desesperando.

    Y a la hora del naufragio
    y a la de la oscuridad
    alguien te rescatará,
    para ir cantando.

    Cantando al sol,
    como la cigarra...

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